lunes, 20 de septiembre de 2010

Sintesis Newtoniana

Hasta tiempos de Galileo, y aun después, no se había percibido ninguna relación entre la caída de los cuerpos en la Tierra y el movimiento de los planetas en el cielo. Nadie había refutado la doctrina de Aristóteles de que los fenómenos terrestres y los celestes son de naturaleza totalmente distinta, y que los sucesos más allá de la órbita lunar no pueden entenderse con base en nuestras experiencias mundanas.

La situación cambió drásticamente cuando Isaac Newton descubrió que la gravitación es un fenómeno universal. Todos los cuerpos en el Universo —ya sean manzanas, planetas o estrellas— se atraen entre sí gravitacionalmente; y la fuerza de atracción (F) entre dos cuerpos es proporcional a sus masas (M1 y M2) e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia (D) que los separa:

donde G es la constante de la gravitación.

Según una leyenda muy conocida, Newton llegó a tales conclusiones un día que, sentado bajo un manzano y meditando sobre el por qué la Luna se mantiene unida a la Tierra, vio caer una manzana. La realidad es más complicada: Newton encontró la clave del sistema del mundo en las leyes de Kepler. Guiado por ellas, logró demostrar que el movimiento de los planetas es producido por la atracción gravitacional del Sol sobre ellos. Para tal hazaña intelectual, que ocurrió en los años 1684-1685, Newton utilizó un poderosísimo método matemático que él mismo había inventado en su juventud.6 Sus resultados los publicó en 1686 en el célebre libro llamado los Principia, que señala el nacimiento de la física como ciencia exacta.

El problema del movimiento de los planetas había sido resuelto finalmente, pero quedaban las estrellas. Inspirado seguramente por el método de Gregory, Newton hizo un cálculo simple7 para demostrar que el Sol se vería del mismo brillo que Saturno si estuviera 60 000 veces más alejado (suponiendo que este planeta refleja una cuarta parte de la luz solar). Este valor equivale a unas 600 000 unidades astrónomicas, que sería la distancia típica a una estrella de primera magnitud, en perfecto acuerdo con los conocimientos modernos (Sirio, por ejemplo, se encuentra a 550 000 unidades astronómicas). Así, en tiempos de Newton ya se tenía plena conciencia de las distancias interestelares. También son de esa época los primeros intentos de calcular la distancia de la Tierra al Sol, midiendo la paralaje del Sol visto desde dos lugares alejados de la Tierra; los resultados obtenidos no eran demasiado erróneos.8

La existencia de la gravitación universal implica que las estrellas deben estar, efectivamente, muy alejadas para no influir sobre el Sol y sus planetas. Pero, aun infinitesimal, esa atracción no puede ser totalmente nula: un conglomerado de estrellas acabaría por colapsarse sobre sí mismo debido a la atracción entre sus partes, y ése sería el destino de un Universo finito. Newton llegó a la conclusión de que, para que ello no suceda, el Universo debe ser infinito y uniforme; sólo pequeñas regiones pueden colapsarse sobre sí mismas para formar regiones más densas —y es quizás así como se forman las estrellas, especuló el gran científico inglés.

Con el surgimiento de la física newtoniana quedó liquidada definitivamente la física aristotélica, con sus esferas celestes y regiones empíreas. No quedaba duda: nuestro sistema solar es apenas un punto en el espacio y las estrellas son las verdaderas componentes del Universo.

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